sábado, 17 de marzo de 2012

Juan del Encina

Poeta, músico y dramaturgo español. Hijo de un menestral, ingresó en la catedral de Salamanca como mozo de coro y entró más tarde al servicio del hermano del duque de Alba, quien le financió los estudios de bachiller en leyes en la Universidad de Salamanca, donde probablemente tuvo como maestro a Antonio de Nebrija. En la corte ducal presentó sus primeras composiciones poéticas y musicales, de carácter festivo, con gran éxito. A principios del siglo XVI viajó a Roma, donde gozó del favor papal, y en 1519, habiendo recibido el orden sacerdotal, peregrinó a Tierra Santa. A su vuelta se instaló definitivamente en España, adscrito como capellán a la catedral de León desde 1523.

Su obra musical, de la que se han conservado 68 piezas, se encuentra reunida en el Cancionero musical de Barberini (1890); representativo del arte polifónico castellano, viene a reforzar la expresividad del texto. El Cancionero (Salamanca, 1496) está formado por sus composiciones juveniles, de tono popular, y lo precede un tratado, Arte de la poesía castellana, a la manera de la poética trovadoresca, que anuncia ya la preceptiva renacentista. Como dramaturgo, Encina se sitúa a caballo del teatro medieval y el renacentista.

En las quince églogas que de él se conservan, se percibe el tránsito de un inicial marco medieval en la concepción de las representaciones pastoriles a una nueva perspectiva renacentista y pagana, que coincide con su estancia en Roma, en obras como la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio, escrita en octavas de arte mayor, la Égloga de Cristino y Febea o la Égloga de Plácida y Victoriano, en las que trata el amor, de tipo erótico, de forma trágica y relacionado con la intervención de dioses paganos.

Obras:

La Égloga de Cristino y Febea se compone de 631 versos y cuenta cómo un pastor quiere dejar este mundo y sus vanidades por servir a Dios. Cuando Amor se entera de sus intenciones, le envía a la ninfa Febea para que lo seduzca y abandone su vida de ermitaño, como así ocurre. Podrían encontrarse algunos puntos de contacto con el Diálogo entre el Amor y un viejo de Rodrigo Cota.

En la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio, Fileno, preso de amor de una mujer llamada Zefira, que no le corresponde, cuenta sus cuitas a los pastores Zambardo y Cardonio. Viendo que sus males no tienen remedio, el protagonista se suicida. En el texto se incluye un pequeño debate sobre la mujer (vv. 297-416).

La Égloga de Plácida y Vitoriano supone la culminación del arte dramático de Encina, pues es con mucho la más extensa, la de construcción más compleja y la que presenta un cuadro de personajes mucho más rico y variado: junto a los pastores cortesanos (Plácida, Vitoriano y Suplicio) aparecen los pastores rústicos (Gil y Pascual), el mundo urbano-prostibulario con una concepción naturalista del amor representado por Fulgencia y Eritrea (vv. 649-776) y dos figuras mitológicas (Venus y Mercurio), encargadas de proporcionar a la obra un final feliz.

El argumento es el siguiente: Égloga trovada por Juan del Encina, en la cual se introducen dos enamorados, llamada ella Plácida y él Vitoriano. Los cuales, amándose igualmente de verdaderos amores, habiendo entre sí cierta discordia, como suele acontecer, Vitoriano se va y deja a su amiga Plácida, jurando de nunca más la ver. Plácida, creyendo que Vitoriano así lo haría y no quebrantaría sus juramentos, ella, como desesperada, se va por los montes con determinación de dar fin a su vida penosa.

Vitoriano, queriendo poner en obra su propósito, tanto se le fase grave que, no hallando medio para ello, acuerda de buscar con quién aconsejarse y, entre otros amigos suyos, escoje a Suplicio; el cual, después de ser informado de todo el caso, le aconseja que procure de olvidar a Plácida, para lo cual le da por medio que tome otros nuevos amores, dándole muchas razones de ejemplos por donde le atrae a rescribir y probar su parecer. El cual así tomando, Vitoriano finge pendencia de nuevos amores con una señora llamada Flugencia, la cual asimismo le responde fingidamente. Vitoriano, descontento de tal manera de negociación, creciéndole cada hora el deseo de Plácida y acrescentándosele el cuidado de verse desacordado de ella, determina de volver a buscarla; y no la hallando, informado de ciertos pastores de su penoso camino y lastimeras palabras que iba diciendo, él y Suplicio se dan a buscarla. Y a cabo de largo espacio de tiempo, la van a hallar a par de una fuente, muerta de una cruel herida por su misma mano dada con un puñal que Vitoriano por olvido dejó en su poder al tiempo que de ella se partió, partiendo tan desesperado.

El lastimado de tan gran desastre, con el mismo puñal procuró de darse la muerte, lo cual no pudieron hacer por el estorbo de Suplicio, su amigo; entrambos acuerdan de enterrar el cuerpo de Plácida. Y porque para ello no tienen el aparejo necesario, Suplicio va a buscar algunos pastores para que les ayuden y dejando solo a Vitoriano, el enamorado de la muerta, con ella solo, tomándole primero la fe de no hacer ningún desconcierto de su persona. Vitoriano, viéndose solo, después de haber rezado una vigilia sobre el cuerpo de esta señora Plácida, determina de matarse, quebrantando la fe por él dada a su amigo Suplicio. Y estando ya a punto de meterse un cuchillo por los pechos, Venus le apareció y le detiene que no desespere, reprehendiéndose su propósito y mostrándole su locura, cómo todo lo pasado allá seído permsión suya y de su hijo Cupido para experimentar su fe. La cual le promete de resucitar a Plácida y, poniéndolo luego en efecto, invoca a Mercurio que venga del cielo, el cual la resucita y la vuelve a esta vida como de antes era, por donde los amores entre estos dos amantes quedan reintegrados y confirmados por muy verdaderos.

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